21 ene 2011

Camarón resucita novelado

Montero Glez caricaturizado por Toño Benavides

Camarón ya tiene novela. Hasta ahora, tenía biografías, ensayos y aproximaciones (más o menos) poéticas a su figura, pero no existía una narración que lo hubiera colocado de protagonista del asunto. Ha tenido que ser "un navajero de la literatura" -Raúl del Pozo dixit- quien lo resucite para regocijo de propios y extraños. Montero Glez, aquel que deleitó a los seguidores de la prosa de artificio con su Sed de champán y que se clavó para siempre en el inconsciente colectivo como uno de los escritores con mayor personalidad -estilo lo llaman los que saben- del panorama de narrativas patrias, ha devuelto con Pistola y cuchillo al cantaor de La Isla al primer plano, al tiempo que su parroquia de fieles celebraba su sesenta cumpleaños como si aún viviera entre nosotros. Razones para leer la propuesta se me ocurren unas cuantas, pero prefiero ceder mi espacio al maestro Pozuelo Yvancos, que se expresaba así la semana pasada en el ABC Cultural:

"El acierto principal de Montero Glez es haber caído en la cuenta de que cada tema requiere un estilo particular. Esta novela, concebida como un retrato-homenaje a José Monge, conocido por todos como Camarón de la Isla, nada sería sin un tipo de prosa escrita para ser rememoración poética de un mundo particular, el del gitano cantaor, poeta maldito de nuestro tiempo, que, sin embargo, no es un mundo aparte, sino especial joya de una corona que el flamenco gaditano ha ido esmaltando con su peculiar orfebrería, hecha de marginación social, pero también de sentido genealógico de un arte heredado, que brilló antes, y que él supera. El Caracol es destronado por Camarón, en una peculiar escena, que es una de las mejores del libro: el niño José canta ante el patriarca flamenco, quien atisba en él lo que será, aunque se niegue a reconocerlo y exclame: 'Cazalla'.

He de decir que Montero Glez ha arriesgado mucho con la especie literaria elegida: la del homenaje al artista, realizado desde dentro, eludiendo ser crónica periodística. Lo fácil, que suele coincidir con lo literariamente intrascendente, habría sido realizar una biografía novelada del personaje, que, por otra parte, ofrecía todos los ingredientes objetivos para despertar el interés: gitano, dueño de un arte y una voz especiales, que, convertido en emblema de una España de sombra y sueño, viene a Madrid, destrona a todos, llega a la cumbre de toda fortuna, pero el tabaco y la droga lo van minando, hasta caer roto como juguete que las masas necesitan cada tanto para la pira de su insaciable voracidad. Crece esa materia si añadimos a ella el malditismo, esa aureola de artista solitario al que los demás no acceden con facilidad por estar, en cierta medida, poseído, como lo estuvieron Mallarmé, Rimbaud, Haro Ibars, Jimi Hendrix y tantos otros.

Ignoro si ha sido consciente Montero Glez (no figura entre sus reconocimientos del final del libro) de la semejanza que su novela tiene en muchos aspectos con el cuento largo El perseguidor, en el que Julio Cortázar hace con Johnny Carter lo que él con Camarón. No ya por servirse de un narrador externo, cómplice y amigo, también por la imposibilidad final del artista para comunicar su sentido del tiempo. Los motivos sobre lo intrasvasable del tiempo artístico interior son iguales a los glosados por Cortázar.

No señalo esa concomitancia como demérito del libro, porque puede ser casual, sino para mostrar a los lectores el tipo de género que Montero Glez desarrolla. En vez de la crónica periodística, la percepción de una imagen que se atrapa como instante de fuego, como fulgor que quiere recuperar su presencia. Las otras posibilidades (por cierto interesantes) como serían los contextos que rodean la ascensión del héroe por tablaos y cómo la industria y otros artistas se aprovecharon de ese éxito, o de cómo, finalmente, muere en la cuneta de una carrera sin meta, se dejan aquí únicamente sugeridos y sin desarrollo.

Creo un acierto haber seguido esa opción, porque la otra habría llevado a la crónica sociológica. Montero Glez ha querido otra cosa que lo externo, intuyo porque, sobre todo, lo que ha pretendido es que su homenaje fuera estilístico. El flamenco, lo jondo, la poesía que está en su base general, se dota de imágenes fulgurantes, de un fraseo en el que las hipálages y sinestesias se acumulan, con unión de elementos obtenidos en ámbitos alejados de la experiencia, y que resultan eficaces por insólitos.

No es casual que Federico García Lorca, que aquí está rememorado de pasada, quedase prendido de esa imaginería fulgurante, y le llevara a algunas de sus mejores obras. Montero Glez ha querido traer a su prosa igual raigambre estilística de la imagen visionaria, que, por otra parte, está en el acervo de la prosa de Valle-Inclán, de Gómez de la Serna y de quienes, como Umbral, los han imitado, en aquello que éste último denominó 'lirismo de rosa y látigo'. Si no se abusa mucho de él y no se convierte en 'maniera' (el último Umbral sí lo hizo, agotando las posibilidades del primero), esa brillantez resulta eficaz.

Pero hay que cuidarlo porque la brillantez puede ser vecina de la brillantina. Montero Glez se beneficia aquí de la inteligente dosificación de tal tradición valle-inclanesca, a lo que contribuyen tanto las dimensiones breves del libro y el acotamiento de su retrato, como el hecho de que el asunto le importe mucho y se transmita al lector con la fuerza necesaria. Pero también porque pone esa imaginería verbal al servicio de cuestiones (por ejemplo, la reflexión sobre el tiempo en los retratos de artistas y toreros en la Venta Vargas) que la alejan del mero chisporroteo formalista.

Tampoco, no obstante, deja de estar presente ese chisporroteo -hay que decirlo- en algunos párrafos concretos del libro, si bien se termina controlando. Considero que Montero Glez, confirma en esta novela lo que había mostrado en Pólvora negra: sin duda, tiene dotes expresivas singulares que lo sitúan como heredero de una tradición que ha dado a la literatura española muy buenos prosistas".

Último concierto de Camarón en el San Juan Evangelista de Madrid | 1992

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