Fuente | rtve.es
Todavía puede verse en el Teatro Español de Madrid -tranquilo, tienes hasta el 10 de abril- uno de los acontecimientos teatrales de la temporada: 'Un tranvía llamado deseo'; un título que se basta y se sobra para generar expectación, pues su argumento está instalado desde hace décadas en el imaginario (cinematográfico) colectivo. Pero esta nueva versión llega cargada de alicientes, que pasa a valorar Javier Vallejo (El País):
"Para la mayoría, 'Un tranvía llamado deseo' es esa película de Kazan donde el brutal Stanley Kowalski interpretado por un Marlon Brando desbordante se fajaba en lucha desigual con la temperamentalmente frágil Blanche DuBois de Vivien Leigh. Kowalski y DuBois personifican el enfrentamiento entre el estadounidense nuevo, hijo de emigrantes, brutalmente hecho a sí mismo y los últimos vestigios de una aristocracia terrateniente sureña en vías de extinción. Con Blanche, desaparecen del mapa norteamericano el viejo orden, el deseo disfrazado de cortesía, el gusto por la cultura europeizante y un lenguaje trufado de circunloquios insufribles y de citas superfluas.
Es significativo que Kazan conservara en el filme el reparto entero de la producción original de Broadway (dirigida por él mismo), salvo a la actriz protagonista: Laurence Olivier le convenció para que fuera a ver a Leigh, su esposa, en el montaje londinense, y de allí se la trajo. Interpretada por una británica rodeada de norteamericanos, la Blanche marcescente pero atractiva de Leigh simboliza la decadencia de la vieja Europa recién autodestruida durante la II Guerra Mundial.
En la versión actual demoledora, desprovista de sentimentalismo, que Frank Castorf, director de la Volksbühne berlinesa, hizo nueve años atrás, Kowalski era un ex sindicalista de Solidaridad, nostálgico de sus luchas junto a Lech Walesa, y Blanche, una exuberante Marilyn Monroe crepuscular, capaz de fajarse con su antagonista de tú a tú. Al final del combate, cuando parecía que nada más podía pasar, la boca del escenario se elevaba por sorpresa, los restos de una vajilla hecha añicos rodaban estrepitosamente pendiente abajo, y ambos protagonistas, más la bellísima Stella, Mitch y una Eunice mulata, remontaban la pendiente hasta quedar los cinco al borde del abismo, 12 metros sobre las cabezas del público.
El montaje que acaba de estrenar Mario Gas en el Teatro Español es fiel a la época, el espíritu y el ambiente de la obra original e incluso a la imagen que de ella transmite la película, aunque devuelve a Blance DuBois al centro del drama, de donde la desplaza en el cine la interpretación torrencial de Brando: lo fundamental aquí es su intento desesperado de agarrarse al estribo del tranvía de la vida, y su cuesta abajo cuando se cierran las manos que le tendían su hermana Stella, vencida por el poderoso vínculo animal que le une a Kowalski, y Mitch, novio incipiente en cuya medrosa voluntad el veneno de la difamación produce rápido un efecto letal.
Apoyado en una eficaz escenografía de Juan Sanz y Miguel Ángel Coso, Mario Gas planea el canto del cisne de Blanche con un hiperrealismo menos minucioso y trabajado que el de sus memorables puestas en escena de 'Franky y Johnny' en el claro de luna y de 'La reina de belleza' de Lenanne. Vicky Peña, actriz tantas veces celebrada, da, por edad, una Blanche muy diferente de las varias que tenemos en la memoria, incluidas las recientes de Cate Blanchett y Rachel Weisz. Esta Blanche, instalada ya en la madurez, parece estar mandando sus naves al combate a la desesperada, con un nivel inicial de afectada coquetería que anticipa el fatal desenlace. Cuando se encandila con el joven vendedor de suscripciones parece reprimirse no tanto por miedo a ir demasiado lejos como por ser consciente de lo difícil que le sería.
Lo mejor de la primera parte es la escena íntima entre Mitch (un convincente Àlex Casanovas) y la protagonista, que abandona su impostura asumida: aquí Peña puede por fin explotar su veta dramática más sincera. El clímax de la segunda parte llega con el cara a cara definitivo entre Blanche, ahora gata sin tejado, y un Kowalski portuario interpretado con naturalidad de chico de barrio por Roberto Álamo, bajo una luz racheada veermeriana obra de Juan Gómez Cornejo. La difícil escena final mantiene la tensión cenital precedente. Ariadna Gil es una Stella con encanto, falta de punta dramática.
Quizás a un proyecto comercial hecho con sentido artístico, como éste, no quepa pedirle una lectura del texto más personal, pero sí una definición de producción y dramática más afinadas. El público de una función de a diario lo aplaudió todo y ovacionó a Vicky Peña".
Fuente | YouTube Juanjo Seoane / EFE
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